Aunque el seguro de vida moderno apareció recién durante el siglo XVIII, el ser humano ha buscado desde siempre compensar económicamente las pérdidas imprevistas debido a un fallecimiento prematuro.
Desde los más remotos orígenes de la humanidad, el hombre ha buscado conocer qué le depara el futuro y saber cómo controlar el imprevisible porvenir. El mundo sigue ciclos fijos (el día y la noche, las estaciones del año, etcétera), pero de cuando en cuando surgen eventos inesperados: inclemencias del clima, sequías, catástrofes en la forma de terremotos o erupciones volcánicas. Desde los antiguos chamanes y astrólogos a los más recientes meteorólogos y científicos de toda índole, el ser humano ha dedicado enormes esfuerzos a prever lo imprevisto, y a minimizar el azar dentro del sistema por el cual funciona la vida en sociedad.
Los seguros de vida son una de las herramientas más importantes que buscan minimizar el impacto negativo de eventos que escapan al orden “normal” de los acontecimientos (en este caso, una muerte prematura).
Los primeros registros de un seguro de vida en Occidente se encuentran entre los antiguos griegos y romanos (a partir del 600 a. C.), quienes establecieron “sociedades de beneficencia” para las familias de los fallecidos pertenecientes al grupo. Más atrás en el tiempo, hace unos 4.500 años, los antiguos egipcios ya poseían instituciones similares –agrupadas según la profesión– dedicadas a auxiliar a sus miembros.
Sin embargo, hubo que esperar hasta el siglo XVIII, en Inglaterra, para el surgimiento del seguro de vida moderno, destinado en sus comienzos fundamentalmente a los comerciantes.